27 de junio de 2006

Pequeñas historias en ciudades grandes (I)
















Todas las noches entreabría su ventana. Justo en el edificio de enfrente, su vecina, se sabía observada. Lo veía, regularmente, mirar cómo bailaba su danza oriental. Y en esa complacencia de artista que ofrece su arte al público, ella abría de par en par su ventana, encendía todas las luces y elevaba el volumen de su compacto para conseguir el clima apropiado que acompañase al sensual movimiento de su cuerpo.
Todas las noches, durante una hora, se repetía esta parafernalia. Hasta que ella cerraba su ventana deseando haber satisfecho a su espectador. Y éste, embriagado por la brisa de laúdes, cítaras, crótalos y panderos, se retiraba para continuar leyendo un libro mientras las luces de su habitación permanecían apagadas.


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12 de junio de 2006

Anecdotario de curiosidades (III)

Fin de semana en Madrid

Es cierto que, para los que no vivimos en Madrid, un fin de semana en la capital (de momento podemos llamarla así, hasta que los referéndum prolifiquen y lleguemos a olvidar cual es cual y cual de las cuales nos corresponde por territorialidad geográfico-política) da para poco.
Sin embargo, estos dos días pasados han sido tan fructíferos en cuanto a experiencias se refiere, que me atrevo a decir que me han suplido por dos semanas.
Faltaría más..., hemos ido a la Feria del Libro, instalada en el Parque del Retiro y donde se demuestra experimentalmente que la teoría, según la cual los españoles leemos poco y compramos menos (libros) es absolutamente falsa. No vi a uno sólo de los viandantes del recinto sin una bolsa de la feria repleta o casi, de sus correspondientes libros.
Las ferias son ferias por algo, eso está claro. Entre otras cosas por la variedad de ofertas, y en este caso por la diversidad de libros y... también de escritores.
Estaba la exquisita y estirada presencia de Carmen Posadas, siempre con una sonrisa para el potencial cliente. No faltó a la cita Fernando Sánchez Dragó, crack donde los haya, hablador por los codos y profesional hasta en sus dedicatorias. Aunque las colas para esperar por la firma correspondiente en el libro escogido abundaban, encontré uno de los stand vacío, sin gente que ojease libro alguno ni esperase por la firma del autor de turno; di por hecho que éste último era el que espantaba al personal pues se trataba nada más ni nada menos que de Fernando Savater. He de reconocer que me dio pena. Algunas veces le cruzaría la cara por las tonterías que dice pero me cae bien y es un tío listo. Rosa Montero y Luisa Castro parecían dos marujas hablando de la última tendencia en telas para visillos y me alegro mucho de su actitud pues dejan claro que además de ser excelentes escritoras también son humanas y por ende, mujeres. ¿Se pueden imaginar qué stand era el más abarrotado de público, que hasta tuvieron que vallarlo en forma de "ese" para que la cola no se aglomerara y hubiera un cierto orden? Les advierto que ese día no estaba Dan Brown ni Antonio Gala (que tira mucho), ni Pérez Reverte, ni Paul Auster, ni Harold Pinter; no, no, ninguno de los que pueden ser considerados importantes o famosos en la literatura actual. El stand más visitado era el de Andreu Buenafuente. ¡Jódete y baila! Permítanme la expresión pero es que creo que me quedo corta. No tengo nada en contra del showman catalán, todo lo contrario, pero ver a Ian Gibson atendiendo a un admirador que por casualidad se había dejado caer por su stand y al Buenafuente protegido por guardas de seguridad para evitarle una posible avalancha de público, me pone los pelos de punta.
A Jesús Ferrero le brillaba más que nunca su peladísima cabeza y él, por supuesto, se enorgullecía y presumía de ella. Y eché una parrafadita con Benjamín Prado mientras firmaba el libro correspondiente presumiendo, en este caso, de una elocuencia intelectualoide de poeta simpático. Conté una a una las arrugas de Josefina Aldecoa, que son exactamente las mismas que exhibe en las pantallas de tv y que lleva con una elegancia y serenidad asombrosas.
Uno de mis mejores momentos fue el de Leopoldo. Ya estábamos en la segunda vuelta cuando mi hija me tira del brazo, me para y me dice: -"¿No es ese Panero, el que está en un psiquiátrico de Canarias?"-. Y en esto, que mis ojos se encuentran con una mirada suspendida en el aire (como la de Emma) y también veo un cigarrillo suspendido en unos labios casi desaparecidos y también veo unos huesos articulados cubiertos de una piel oscura que semejaban una mano que estaba suspendida en un bolígrafo (era el bolígrafo quien sostenía la mano y no al revés). Era Leopoldo María Panero. Creo que debo ser sincera y decir que no tenía ningún deseo de comprar alguno de sus libros (no me encandilan sus poemas) pero ante el mito literario que tenía ante mí, decidí hacerlo para recibir en persona una dedicatoria suya. Me acerqué, tomé el libro y se lo di para que me lo firmara. A su lado estaba un hombre joven que le transmitía las peticiones de los que allí esperábamos y me preguntó cómo me llamaba y me explicó -por si no entendía su letra- que su dedicatoria era siempre la misma: "Para ..... con cariño". En un intento (gigantescamente vano) de entablar algo de conversación con esa extraña criatura literaria, protesté por una firma tan simple y le pedí algo más que un cariño comercializado y merchandarizado. Él, apoyó su mano en el bolígrafo y, dirigiéndome una mirada de soslayo, escribió. Su acompañante le transmitió mis palabras y esperó respuesta. Leopoldo le respondió, con un rictus en la boca aspirante a sonrisa displicente de impaciencia, que sí me había escrito algo más: "Para Ana con cariño de Leopoldo". Y así acabó mi momento Leopoldo, con encanto y desencanto al mismo tiempo, como casi siempre nos ocurre con los mitos.
Y llegó la mañana a su punto álgido. Acaeció (sé que está en desuso pero me encanta esta palabra) que la química tornó psicología y la psicología en literatura y entre las tres generaron la conexión entre dos personas sin saber siquiera de su existencia la una de la otra.
Sucede que me gusta la poesía. Me atrevo descaradamente a escribir poesía y aunque no domino como quisiera esta parcela literaria (a pesar del gran Gamoneda, instintivamente la considero como tal) me considero poeta (¡toma ya!). Pues bien, es evidente que leo poesía pero también muchísimas otras cosas (soy ecléctica de profesión), entre ellas novela. Por tanto, no es de extrañar que me detuviera delante del stand donde firmaba en aquel momento Antonio Soler, autor de, entre otros, "El camino de los ingleses", premio Nadal 2004, y escritor especial y admirable por su actitud escéptica ante el merchandising que rodea parte de la literatura actual.
Estaba Antonio (la confianza acude sin que nadie la llame, je) atendiendo a una señora que había comprado uno de sus libros mientras yo esperaba con otro mi turno de firma correspondiente. La señora precedente se marchó y él, tomó una botella de agua y un vaso para evitar una deshidratación segura (rondábamos los 35º y el sol era de justicia); me vió y rápidamente dejó botella y vaso para fijarse en mi persona (me gustaría pensar que no fue tan sólo el interés comercial). Me negué rotundamente a privarle de apagar su sed y estuvimos en un toma y daca de amabilidades y condescendencias para acabar cediendo él, ante mi firme y contundente politesse, tomando el libro y escribiendo con una lentitud, rara en estos días, mi dedicatoria. Me devuelve el libro y murmura un "hasta pronto" con una sonrisa abierta y sincera (me gustaría pensar que no fue tan sólo el interés comercial). Abro el libro y leo: "Para Ana el agua de las palabras, la poesía". ¿Acaso no fue este un momento mágico?

El fin de semana daría para más historias pero creo que la mañana en la Feria fue significativa. La presencia de los libros, ya de por sí, es mágica.



pd. este relato no es ficción, por si a alguien le interesa.

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6 de junio de 2006

Fantasía y realidad












- Escher





Alguien leyó mis poemas y me habló de desencantos y frustraciones. Identificó poeta con poesía, cuestión, por otro lado, muy discutible y que requiere estudios profundos para no llegar a conclusión acertada.
Alguien leyó los escritos colgados en este blog y me habló de pesimismo y tristeza. Identificó escritor con escrito. Es posible que con razón, pues siempre proyectamos nuestra personalidad en el papel (aunque no me gusta definirme como persona pesimista, reconozco que un poco escéptica sí que soy).
Alguien leyó todos mis escritos y se sintió dibujada en ellos; en alguna parte de ellos. Es aquí donde marco una línea que separa fantasía de realidad. No negaré la carga de experiencia propia que llevan todos mis poemas, relatos, soliloquios o simplemente crónicas del día a día; pero sí me atrevo a negar rotundamente que el lector deba identificar mi vida real con mi vida literaria.
Recuerden los lectores que la imaginación es la savia de todo escrito.

"Ni el poeta, en su texto, es el hombre que es cuando no escribe, ni su lector el hombre o mujer que es cuando no lee", dijo Lázaro Carreter. Y estoy de acuerdo con él.
Esta afirmación extrapolada a cualquier tipo de literatura (no me atrevo, dios me libre, a decir que yo hago literatura, pero sí que, dios no me libra, puedo negar que escribo) es válida en tanto que el único nexo existente entre escritor y lector es el mundo creado por ámbos en esos dos estadios diferentes que son el hecho de escribir y el de leer.

En resúmen, la tangencia de mi realidad con la fantasía de mis escritos puede tornarse secante, pero el círculo de mi vida cortado por ésta, es, las más de las veces, ínfimo.


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1 de junio de 2006

La equivocación



Al doblar una esquina, en una noche sin luna, en una ciudad sin nombre, te encontré. Mal asunto. Supe o, tal vez, presentí, que devolver a las tuyas mis primeras palabras era el principio de una gran equivocación.
Llevaba razón.
Tomamos una avenida de cuatro carriles en la calzada y bulevares en las aceras, pero a ti no te gusta conducir y yo aborrezco las terrazas.
Paseamos bajo lunas maravillosas en noches de cristales brillantes, pero la luna descubre que no todos los gatos son pardos y los cristales, -nunca lo hubiera pensado-, se rompen.
Leímos profundas historias acompañados de inolvidables músicas, pero tú descubriste pronto que las historias son historias porque se acaban y yo entoné una canción que, -nunca lo hubiese creído-, jamás había escuchado.
En fin, al cabo de un tiempo, notamos, con cierto amargor en los labios, que a mí me gusta el amarillo y tú eres supersticioso; yo disfruto con un buen vaso de vino y a ti te gusta el cardhu; tú llevas sandalias y yo botas; a ti te encanta tomar baños de sol y yo me resguardo bajo un toldo con mis gafas de sol; a mí me pierde James Bond y tú te quitas el sombrero ante John Wayne. Sería conveniente no excederse en esta demostración de hábitos contrapuestos, por lo que me limito a plasmar en este papelpantalla una sola frase: ¡Ay que joderse con las diferencias!
Pues bien, sin ánimo de hacer razonamientos que me lleven a una autodisertación absurda acompañada de un buen dolor de cabeza, he llegado a la conclusión de que, efectivamente hemos cometido una gran equivocación. Tú no encuentras los pasos que llevan a mi puerta y yo no sé abrirla.
He pensado en interpretar un papel para borrar esta "equivocación" en nuestra historia, pero no me he atrevido. Yo sería "Oliveira" y tú, "La Maga". Debería haberte dicho: "Amor mío, no te quiero por vos, ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto...". Sin embargo, esa hubiese sido otra historia y tan sólo Cortázar ha podido contarla.


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