Hace unos días leía a un crítico despiadado, que se ensañaba con Javier Marías, a quien considera "el peor escritor de todos los tiempos y lugares". Entre otros muchos defectos, reflejaba el hecho de haber escrito toda su obra en primera persona: "prueba de la impotencia expresiva en toda su producción, que gira en torno a sus recuerdos y a su propio ombligo". Esto me afectó profundamente, al comprobar que, en la distancia inmensa existente entre el genio (a mi modo de ver, Marías lo es) y su lector y al mismo tiempo aprendiz de escritor, yo también lo hago. Quiero decir, que mi instinto natural, en lo que a literatura se refiere, es escribir en primera persona. Y no por vanidad ni egocentrismo, sino más bien al contrario. Ejercer de narrador omnisciente me parece sólo
atribuible a las grandes mentes intelectuales o literarias. Escribir sobre lo que uno piensa o sobre lo que a uno le ha sucedido, o, incluso, sobre lo que a uno gustaría que le sucediera, es natural e instintivo.
Por supuesto, utilizar la narrativa omnisciente es factible, plausible y elogiable, para expresar todo tipo de ideas, incluso contradictorias, pero esta postura te aleja de la subjetividad imprescindible para practicar la sinceridad y la honradez en tu obra. Si además de genio eres sincero, esta mezcla, como en el caso de Marías, dejará encandilado al lector.
Que los críticos aludan a fallos en la estructura, desarrollo, agilidad, acción, estilo, técnica en fin, es correcto y saludable para la buena marcha de la literatura en general, pero que objeten la validez de un escritor basándose en sus, supuestos, defectos de personalidad, me resulta penoso y patético, y me recuerda al típico envidioso que sin tener un buen argumento utilizable, recurre al más pobre juicio que, al final, le hace quedar en evidencia.
Lástima que el mundo de la literatura deba
regirse por el mundo de la crítica, a un lado, y por el mundo de las editoriales (premios incluidos), al otro.
Menos críticos desaforados, menos premios amañados y más lectores.
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