
Foto de Aires Abiertos
En el fondo oscuro de un espeso bosque se encuentra una casa pequeña. Está hecha de piedra y pizarra, madera y cristal. Tiene un porche a la entrada, protegido por una barandilla de madera, con un solo banco alargado situado justo debajo de una de las ventanas. Un abeto centenario actúa de guardaespaldas. La luz es escasa durante todo el día y al caer la tarde, desaparece por completo. Ni siquiera la luna llena consigue atravesar la maraña de verde frondoso para llegar al reino duro y peleón del sotobosque.
Nadie quiere acercarse al lugar. El miedo a lo desconocido se aloja allí desde hace tiempo.
Sin embargo, todos los días, cuando la oscuridad ciñe su corona de azabache, una de las ventanas de la casa se ilumina.
Si se pudiese digitalizar la imaginación se vería una mancha blanca y brillante sobre fondo negro, o la estrella polar fugitiva del negro cielo, o un faro para navegantes perdidos, o un cirio en el templo de los creyentes, o tal vez, una lámpara de aceite encendida en la posada del camino.
Tan sólo son unas manos dulces, con olor a hierbabuena y el color de la ternura, las que pintan un paisaje imposible: la historia de amor entre la noche y el día.
Pero nadie quiere acercarse al lugar por miedo a lo desconocido y nadie verá el paisaje ni conocerá las manos que lo pintan.
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