7 de mayo de 2006

La fantasía de Jandro en el jardín secreto

Nadie sabe que en el hueco de la escalera de aquel viejo portal hay una puerta que oculta un maravilloso y destartalado jardín. Tampoco hay llave que gire ningún tambor, ni portero que escuche música en la radio. Hay un niño que se llama Jandro, que va a un colegio donde rezan el "ángelus" a las doce del mediodía y le dan reglazos en la palma de la mano cuando se limpia los mocos con las mangas del jersey.
Jandro no es nadie; es por eso que sabe de la puerta, y cada domingo antes de comer, se acerca a la casa de la calle de la Cuesta. Una casa muy antigua, más antigua que su padre; dice su madre que tiene una fachada muy elegante, tan elegante que el cierre del portal es un auténtico encaje metálico.
A Jandro no le importan esas tonterías. Lo que a él de verdad le obsesiona es lo que está detrás, lo que la casa oculta.
El sol hace daño a esta hora del día; camina despacio para que nadie lo vea (aunque ya sabe que cuando se es niño y no se alborota demasiado, los mayores no se enteran de que existes), entra en el portal, abre la puerta y... ahí está: una maraña de plantas, verdes, muy verdes, exageradamente verdes, y altas, muy altas, lo cubre todo, las paredes, el suelo y hasta el sol; allí no llega el sol. Lo que debieran haber sido parterres, son ahora un batiburrillo de piedras, musgo y hojas huyendo descontroladas; el camino que pudo ser de gravilla, es ahora un asqueroso barro verdoso con el adorno insólito de una piedrecilla de cuando en cuando. El lugar es siniestro, no cabe duda, pero el corazón de Jandro no late de terror, sino de emoción. Ha recorrido la mitad del jardín; está a punto de llegar a su meta, a su secreto, a su fantasía. Aparta las hojas desmayadas de una morera péndula que resiste el ataque de las sombras, y en el centro de todo aquel verdor, aparece un velero.
¡Un velero en medio de un jardín!
Un pequeño balandro de no más de tres metros de eslora y un sólo palo que aún se mantenía en pie buscando desesperado una confabulación con el sol para sobrevivir entre aquel mar de plantas que intentaban doblegarle.
Y allí, dentro de aquel reducido paraíso, allí se encarama Jandro y se imagina un respetado capitán de navío, un conquistador de nuevos mundos, un Hernán Cortés cualquiera, como el que había visto en la tapa del libro de historia del cole.
Quiere dejar de ser nadie; que le vean, le escuchen, le atiendan, le hagan caso.
Jandro pensaba que si no se convertía en alguien como Hernán Cortés, los mayores seguirían creyendo que no había nadie cuando él estaba delante.
No sabía, entonces, que tan sólo tenía que dejar pasar los años para ser atendido, para ser alguien, para ser mayor. Y aun entonces, ninguno de los otros alguien, pudo explicarle qué hacía un velero en medio de un jardín secreto.

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El velero es el cine particular en la infancia de cada uno; ese que nos permite fantasear y planear grandes hazañas en nuestra vida; ese que olvidamos cuando nos hacemos mayores y que un buen día recordamos por una reseña en el periódico que dice "El día... el cine... cerrará sus puertas definitivamente...", y entonces quisiéramos haber seguido siendo nadie.

Este cuento es mi pequeño homenaje a nuestro gijonés cine "Hernán Cortés": se inauguró el 6/04/1958 con el estreno de la película "Fantasía" de Walt Disney; el 4/12/1964 pasaron la película "Jandro", rodada en Asturias por Julio Coll; y finalmente el 31/03/1994 se proyectó la película "El jardín secreto" del asturiano Carlos Suárez, cerrando ese mismo día las puertas para siempre esta popular sala cinematográfica.
Un apunte más: no han derribado el edificio para construir un banco (típico hace unos pocos años); han reformado completamente su interior y ahora es el Casino de Asturias. ¿?


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4 comentarios:

Anónimo dijo...

A la vez que leía este maravilloso relato, me vino a la mente mi velero, mi cine particular, como tu dices; fué el Cine Rivero en la Calzada. Me acuerdo de las colas que teníamos que hacer para ir a la sesión infantil de las 3 de la tarde, de los barullos para entrar, de las patadas en el suelo cuando llegaban los vaqueros y sobre todo de los aplausos cuando llegaba el beso final.
Ana, una maravilla este relato.
Besos

Anónimo dijo...

Un relato muy guapo. Me has hecho recordar cuando era niño y todos esos cines desperdigados por Xixón, el María Cristina, el Robledo, el Albéniz... También le tocó el turno al teatro Arango, otro prehistórico que sucumbió ante el desarrollo urbanístico y ante el pingüe valor que tiene lo emocional en tantas decisiones comerciales.

ana martinez dijo...

Blanca: ¡Anda que si lo pasamos bien en aquellas tardes! Yo también recuerdo el cine del Natahoyo; cenábamos a la carrera para llegar a la sesión de las 7.45; entre mi padre y yo siempre acabábamos convenciendo a mi madre; ¡qué tiempos! Parte de la herencia que mi padre me dejó, es la afición por el cine.
Me alegro que te haya recordado buenos momentos este relato, y gracias por pasar.

Ricardo: Llevas razón con lo del Arango, pero el Hernán Cortés me pilla enfrente del trabajo y claro, le debo un poquitín de fidelidad, jejeje, como la que tú tienes con este blog. Gracias mil.

Txe Peligro dijo...

bonita historia. Y curiosa informacion la del casino. Perdamos nuestros ahorros.

Besos