27 de abril de 2006

Anecdotario de curiosidades (II)





Litografía de Francisco Zúñiga

(Creo... que no es mi caso...,
no suelo mentir, lo juro)











No puedo obviarlo como un hecho puntual y aislado que no merezca la pena contar. Ya no.
No solía hacer uso de la sala de lectura de la Biblioteca Jovellanos, hasta hace unos dos meses en que comencé a acudir en la hora mañanera-laboral del café. Para los que no estén enterados, la Biblioteca Jovellanos se encuentra, aquí en Gijón, en el edificio del antiguo Banco de España, cuyo tercer piso alberga la sala de lectura y consulta, lugar donde transcurren mis treinta minutos de asueto legalmente establecido. A la entrada principal se accede por una escalinata de siete peldaños después de sortear dos columnas de sendos capiteles jónicos. En su parte trasera, el edificio posee una rampa que llega a una puerta de entrada que siempre está cerrada. Ni se me ocurre cuantas complicaciones más puedan tener los minusválidos. Eso sí, en la zona noble (esto es la parte de delante) y una vez en el interior, tienes un ascensor última generación, visible mucho antes de que adviertas la puerta que da acceso a la escalera que comunica los tres pisos.
Pues bien, en una de mis primeras visitas observé a una jovencita esperando la llegada de la máquina elevadora mientras yo charlaba con un amigo que hacía tiempo no veía. El ascensor, por lo visto, o estaba estropeado o había sido retenido por otro usuario en uno de los pisos superiores. El caso es que, mientras duró la conversación con mi amigo sobre la excelencia de los tiempos pasados, la joven esperó y esperó y esperó a que llegara su salvador. Par de besos en mis mejillas, par de besos en las de mi amigo y subo por la escalera los dos pisos que me separaban de mi media hora de placer literario. LLego al tercer piso, y justo en el instante en que paso delante de la puerta del ascensor, previa a la entrada en la sala, la puerta de éste se abre con mecanismo de hipermercado, banco o terminal de aeropuerto, y aparece fragante, fresca, lozana, hermosa, joven y radiante, la muchacha que había dejado esperando en la planta baja por una máquina que evitase la pérdida de esa fragancia, frescura, lozanía, hermosura y juventud. Está demás decir que en el mismo momento yo mostraba un incipiente sofocón de gimnasio (ni se os ocurra pensar en otro tipo de sofoco) y principios de tembleque en las piernas.
Aquel día, aquel primer día en que constaté la contradicción de los hechos: -la escalera para mí, el ascensor para ella-, no le di importancia a lo que había visto. Estaba ante una casualidad, una situación accidental que nada tenía que ver con la razón y las buenas costumbres.
Pero no estoy relatando los hechos de un día aislado, no. Los días se repitieron y la situación también; el único cambio a mencionar fue la cara de la muchacha, -no es que se hiciera una cirugía facial de cada vez, sino que era una chica distinta cada día-. Y es ahora, al cabo de estos dos meses, que he tomado la decisión de contarlo, de asegurar que no se trata de una historia aislada, de confirmar que la señora talluda que no está para muchos trotes sube la escalera a toda pastilla, y la lozana y fresca jovencita, espera hasta lo indecible para que una máquina transporte su cuerpo apenas usado -al menos para estos menesteres...-.
¿A qué conclusión he llegado?
No sabría decir. En todo caso, que nos pasamos la vida haciendo las cosas al contrario de lo que la naturaleza nos pide. Si somos jóvenes, deseamos ser mayores, y... viceversa.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues si Ana, hoy esta estropeado el ascensor de mi centro y he subido tres veces 4 pisos ( las bajadas no cuentan)desconocia algun musculo de mis antepiernas, así que supongo que en mis tiempos lozanos no debi usarlos mucho.

Anónimo dijo...

Nun toi d'acuerdu, Ana, porque entovía tu tas fecha toa una rapaza.